domingo

Cigarrillos

La conocí en un evento de redes sociales. Nadie en la reunión me era familiar, así que fui directo a la cava a pedir una cerveza para sentirme menos sola. Ella estaba recargada en la barra, su cabello rizado le llegaba a la espalda, estaba sudando. El calor humano era insostenible. Noté que me veía, pensé que, tal vez, nos habíamos topado años atrás en alguna fiesta y por eso le resultaba familiar. Pero no, años encerrada en trabajos entre computadora y computadora me hicieron perder el tino de la coquetería. Entonces se aproximó y me pidió fuego. Pedir fuego, me repetí, y me gustó sentir que estaba lejos de esa gente en una calle solitaria de Madrid.


[Jorge dijo, alguna vez, que cambiaba tu manera de escribir cuando cambiaba tu visión del mundo]

Alcancé a decirle, entre estrépito y estrépito, que si le gustaría salir. Se lo dije si más. La chica era linda pero no me importaba, cuando la gente no me importa es más fácil iniciar el juego, ver que pasa. Me gustaba sentir que éramos desconocidas, que en unos meses me iría a San Cristóbal o Mérida, y que todo lo que hacía era dejar de disfrutar cada vez menos la ciudad.

Bajamos las escaleras, el lugar, antes de ser un centro cultural para pseudointelectuales, era una casa antigua. Me dijo, esta vez sosteniendo el cigarro entre la boca, que quería fuego. Entonces yo saqué el encendedor y lo prendí. Iba a sacar mi cajetilla pero ella me detuvo poniéndo una mano sobre mi muñeca. Entonces sacó con la otra una cigarrera plateada y me ofreció su contenido. Tomé un cigarro, lo prendí. Le di una bocanada, sabía delicioso.

-¿Qué cigarros son?
-No importa.
-Claro que sí, saben bien.
-Son Camel.
-Pero...
-Hace semanas regué accidentalmente perfume en la cigarrera. La he lavado, la he sacado a orear, no importa, el perfume impregna los cigarros que guardo.

Me hice adicta a esos cigarros. Intenté derramar perfume en la mía pero fue en vano. Sabían a alcohol, a medicina, a dulce de fresa, pero nunca a esa combinación. Entonces se me hizo costumbre verla. Le compré un encendedor zippo en retribución a su constante mantenimiento de cigarros. Ella lo perdió a propósito: quería que, cada vez que la viera, yo pusiera el fuego.

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