sábado

Humo





…entonces él dijo que el autor era John Fante. Qué esa novela era como mirar una estrella muy lejos, que de a poco nos mandaba una luz que apenas algunos percibían. Tu niña interior se sentó con las piernas cruzadas a escuchar. Él miraba la ventana y te miraba a ti. Miraba como fumabas y esparcías el humo sobre el aire del segundo piso y tirabas las cenizas a los autos. Tú sonreías nerviosa y él te decía que no había parado de sonreír en todo el tiempo que habían estado conversando. Luego mencionaste algo que traías mascando desde hace unas semanas sobre la última secuencia de Belleza Americana.Y entonces él empezó a describirla, y dijo Jane, Jane, casi como un íncipit. Tú querías decirle que, exacto, habías entendido por fin lo que había dicho el personaje al final de sus días. Que la vida –spoiler aquí- estaba llena de belleza. Pero eso quizá no lo dijiste y más bien escuchaste su voz, de nuevo, hablándote de las hojas de otoño y otra vez de Jane. No recuerdas si, al final, cantaron. 
Después, las imágenes difusas. Recuerdas que alguien dio de beber whisky a un darketo que estaba formado atrás de ustedes en el Oxxo. Recuerdas cómo saludó a los taqueros que lo han visto pasar innumerables veces en estado etílico. Recuerdas que te abrazó en el auto, que los demás hablaban o reían. Recuerdas que empezaron a conversar todos de pintura, de arte digital, del sonido de las letras, de música. Recuerdas House of cards. Y recuerdas como te estremeciste –quizá sin que él, con la cabeza en tu regazo, lo notara- cuando un amigo suyo sacó de su librero De otro modo lo mismo, de Bonifaz. Recuerdas que fumabas, y que tomaste aire, y dijiste al interlocutor enfrente tuyo que la dedicatoria del Manto y la corona era fulminante. Y la pronunciaste. Y uno de tus amigos te miró, como si hubieras esparcido una maldición con esa frase, en una bocanada.
Leíste, como era necesario. Leíste, conjurando con el humo y el whisky y la voz, y los rizos, y las frases escritas en las paredes blanquísimas. Leíste sin recordar, volviendo a atrapar la belleza que se escondía en las palabras como insecto en un ámbar viejísimo. Y significaste cada letra con tu carne, pero la devolviste al mundo como nueva.
Te recuerdas leyendo a Whitman, recostada. Te recuerdas besando sus ojos y su frente. Te recuerdas enredada en las sábanas azules, en la oscuridad, deseando acariciar su espalda. Te recuerdas perturbada, con ganas de salir y de quedarte. Te recuerdas oyéndolo respirar…
Lo abrazaste y dijiste que tenías que irte. El te dijo que no oía. Le dijiste que estabas musitando. Musitar es una linda palabra.  Asentiste. Se quedaron abrazados, pero tú insististe en salir.
Ya en la puerta le diste un beso, le dijiste gracias. Después te fuiste y lo miraste por última vez. Bajaste las escaleras con cuidado. Diste un vistazo al edificio, hermoso, en el centro. La luz que se colaba en el patio, las escaleras y las plantas. Los tacones sonando en el piso.









[No sabes en qué película oíste decir al personaje que uno no sabía que los momentos eran bellos hasta que pasaba el tiempo. Entonces el interlocutor le decía que quizá era por eso que eran bellos: porque llegaban tan de golpe y no nos deteníamos a pensar mientras nos sucedían...]